Terminamos de comer. Recojo y me siento diez minutos. Son las tres y media.
A las cuatro estoy vestido de romano saliendo de casa. Hace calor de tormenta.
Tengo múltiples opciones disponibles de recorrido, pero a los veinte minutos, sin saber muy bien cómo o por qué, ya estoy debajo de la puta cuesta.
La cabrona es corta, apenas dos kilómetros y medio, pero muy intensa: más de trescientos metros de desnivel. Me saluda de lejos con su hormigón. Hormigón burlón pienso mientras me acerco.
Es una vieja conocida (no voy a llamarla amiga, sólo faltaba). Cada curva, cada bache, cada sombra me las conozco de muchas, muchas veces ya.
Hoy yo sé que estoy bajo de forma. Y me está maltratando más que de costumbre.
En los repechos intermedios me pregunto por qué, para qué, si total ya...
De cuando en cuando echo miradas furtivas a los piñones, con la esperanza de que por arte de magia haya nacido uno más, más grande.
Pienso que bien podría darme la vuelta ya mismo y nadie se enteraría (no hay nunca mucho tráfico por aquí...).
Pero algo me empuja a seguir.
A pesar de las malas sensaciones, del dolor de piernas, de la respiración sofocada, del corazón acelerado. A pesar de las ganas de vomitar. A pesar de todo, sigo.
Y de puro cabezota, como tantas veces, corono.
Cincuenta minutos. Cuatrocientos cincuenta metros de desnivel directos. Algo más de quinientos acumulados. Apenas diez kilómetros. Los ojos inyectados.
El regreso no tiene relevancia. Básicamente es dejarse caer. Con todo, en los llanos de llegada a casa, las piernas protestan de nuevo, duros los cuádriceps pidiendo tregua.
Hora y diez. Diecinueve kilómetros. Unos quinientos metros positivos. Entreno intensivo.
Ganas de vomitar incluidas. Masoquismo.
Tengo que repetir más a menudo.
...ya lo dice el refrán,..."lo bueno, si breve..."
ResponderEliminarA ver si este finde podemos coincidir en algo mas largo y con menos intensidad!!
nando
Tendrá que ser con menos intensidad, porque con más...
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