Tarde de viernes 22 Enero 2016
Tuiza-Peña Ubiña-Peña Cerreos-Tuiza
Solo, entrenamiento
Con la cabeza apoyada en los
bastones, intento recuperar la respiración. En este último tramo la pendiente
ha aumentado bastante, y la nieve profunda me hace
hundirme hasta las rodillas. Solo, en mitad de la nube, con apenas quince
metros de visibilidad alrededor, pienso para mí que algunos somos realmente necios.
Cuando tu coche es el único del
aparcamiento, deberías reflexionar al respecto.
Mientras me voy quitando el
uniforme “de bonito” de la oficina y me voy poniendo el “de faena”, miro el
cielo gris y opresivo que tapa las cumbres principales del macizo. Sólo el
Portillín se recorta alpino, desafiante, sugerente. Son las dos y cuarto de la
tarde del viernes. Estoy aquí gracias al horario flexible de mi trabajo, y a
que soy bastante cabezota. A partes iguales.
Sólo vengo a pegar un pateo de entrenamiento, pero la verdad es que no está la cosa ni siquiera para eso...
En la mochila los crampones
(iluso), el piolet, tres barritas y una botella vacía. Unos guantes, un forro
fino y la chupa ligera. Llevo hasta las botas de verano.
La temperatura es alta y es
probable que me moje de lluvia más que de nieve, pero todo es entrenar.
Son casi las dos y media cuando
arranco pueblo arriba, dirección al Meicín.
Cuando al cabo de un rato llego al
refugio, la puerta está cerrada, como me esperaba. Retrocedo unos metros por el
camino hasta el último punto donde cogí red con el móvil a mandar algún
mensaje. Cuando vuelvo, me encuentro de frente a un schnauzer gigante, negro: es
Ur, el perro de los guardas. Extrañado me acerco de nuevo a la puerta, ahora
abierta. Saludo a Tania, que acaba de llegar ahora mismo de dar un paseo. Me
comenta que la cosa está como aparenta, es decir, desagradable. Le indico que
pretendo tirar para arriba, a Cerreos o Ubiña en el mejor de los casos, y que a
la vuelta paso a saludar de nuevo.
Enfrentar la montaña solo, en
invierno, y con visibilidad reducida, aunque sea un terreno conocido, me
resulta intimidante. Es bueno que así sea, ya que de este modo recuerdo tener
precaución y prestar atención a las cosas.
Salgo hacia arriba por las
praderías saturadas de agua, cada vez más blancas de nieve. Voy regulando la
respiración, procurando mantener un ritmo constante. A ratos llueve, a ratos
no. Me pongo los guantes porque con la humedad se enfrían las manos, no por la
temperatura.
Al coronar el collado de Terreros
(1.886 m) voy ya derivando a la derecha, hacia peña Ubiña. Desde aquí, la
pendiente se agudiza y la nieve que lo cubre todo se va haciendo más profunda.
No hay huella, así que tengo ese privilegio todo para mí. Sigo igual,
intentando parar poco, remontando la loma en medio de la nube, con una
visibilidad de unos treinta metros. Afortunadamente ha dejado de llover y no
hace nada de viento. Solo me tengo que concentrar en el esfuerzo y en disfrutar
la grandiosidad de la montaña que aunque no la veo, sí la siento.
Reconozco algunos accidentes del
terreno en medio de la niebla: los espolones de roca se van cerrando en el
canal final. Además se intuye algo de huella desdibujada, de bajada por lo
recto del trazado. Un giro a la derecha hasta coronar una comba y ahora vuelvo a
la izquierda. Sé que la cumbre está cerca.
Los metros finales de arista tienen
algo de hielo aguado. La vista hacia la vertiente de León es nula.
En el vértice geodésico me saco una
foto. Es difícil explicar qué sensación se tiene en una cumbre, y más aún
cuando no hay vistas, ni paisajes, ni amigos con quien compartir. El caso es que
como siempre me pasa, yo estoy encantado. Son las cuatro y veinticinco. Dos
horas para 1.200 metros de desnivel positivo. Después de un minuto salgo para
abajo siguiendo escrupulosamente la huella; mi huella.
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La bajada de presión hace crecer Ubiña hasta la altura del Picu... |
Bajar siempre es más rápido. En un
rato estoy de vuelta en el collado y miro a Cerreos que se asoma entre nubes
algodonosas, aparentemente tan cercana. Sigo hacia allí.
Vuelve a llover. Es desagradable y
podría simplemente dar la vuelta para abajo. Ya ha estado bien por hoy. Pero no
sé por qué, sigo subiendo.
Sufriendo más de lo esperado llego
al buzón de cumbre (2.110 m) a las cinco y veinte. Me siento en una piedra de
la trinchera a comerme dos barritas y echar un trago. Tres horas, 1.500 metros
positivos acumulados. Flojera.
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Cuando te gusta el barro... |
A los cinco minutos me pongo de
nuevo en pie desandando lo andado. Para de llover y puedo dejarme deslizar por
las palas de nieve hasta el collado primero, y luego de este para abajo.
Paro en el refugio tal y como me
comprometí para saludar y avisar de que sigo para abajo. No puedo ni tomarles
un café, me he dejado la cartera en el coche…
A las seis y media llego de nuevo a
Tuiza. Encantado. Poco más de una hora más tarde en casa.
Me paro a pensar que podía haber
venido directo del curro a casa, como tantas veces, y simplemente no habría
ningún cambio en mi vida.
La diferencia es que hoy he aprovechado la tarde, y
que las endorfinas generadas corren por mis venas.
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