Los pequeños zapatos de Javi de la talla 23 tienen algo de moho, después de
dos temporadas en el trastero. Una vez se lo he quitado con un trapo, veo que
están más o menos en buen estado: sin duda Jimena va a poder usarlos, como ya
viene haciendo con otros pares. Como a todo hermano pequeño, a ella le toca
heredar. Decido hidratar un poco la piel para disimular algunas zonas más erosionadas
y darles mejor aspecto.
El tacto mismo de la lata de grasa de caballo ya me trae muy buenos
recuerdos. Una vez abierta, su penetrante olor me traslada sin remedio, directamente,
a tiempos de infancia, a preparativos de excursión, a autobús de grupo de
montaña, a jornadas por el monte con sol, mojaduras, fríos, buzones de cumbre.
A esas cosas que me hicieron aficionarme a la montaña de forma irremediable.
Mientras aplico una capa de grasa a los zapatos, pienso en las veces que he
hecho esto con mis distintos pares de botas a lo largo de los años, y me
traslado hasta las que fueron sin duda las más importantes: las primeras.
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Cleta Bestard, como estas pero en gris |
Por entonces yo no era muy ahorrador. Nada que ver con mi hermano. Si a eso
le unimos que recibíamos una paga semanal muy ajustada, el resultado habitual
es que nunca tenía pasta.
En las excursiones de los sábados con el grupo de montaña del colegio, como
es natural yo me fijaba en el equipo de los demás. Por aquella época todo era
muy “de andar por casa”. Entonces no existían las tiendas tipo Decatlón que
acercan a la gente con más limitaciones (o poca gana de gastar) la posibilidad
de material barato y hasta vistoso. No, que va. Por entonces había pocas
tiendas de material deportivo, y este era más o menos un artículo de lujo.
Mucho más si cabe en el caso del material de montaña. Apenas había nada. En
realidad, ni siquiera se planteaba la necesidad específica (no siendo posible,
no tiene sentido planteártelo). Lo que se llevaba habitualmente al monte era
ropa desechada de la vida diaria, de ciudad, ya fueran pantalones vaqueros, o de
chándal, camisas y jerseys viejos.
Atendiendo al estilo, eran tiempos en que aún se llevaban los pantalones de
pana, de corte bávaro para los más preparados. Estos se combinaban muy
habitualmente con una camisa tipo franela, de esas de cuadros, y con una
camiseta debajo, esta de algodón por supuesto. Cuando refrescaba, sacábamos de
la mochila un jersey de lana gruesa, que en mi caso me hacía mi Abuela: me hizo
muchos a lo largo de los años, junto con calcetines que picaban, gorros y hasta
pasamontañas, que también picaban. Los forros polares estaban aún en gestación.
Si llovía o hacía viento, aparecían los clásicos canguros rojos o las capas de
agua (el Gore Tex también estaba en fase I+D). Las mochilas eran
características de la época y parecidas entre sí, con colores clásicos rojo,
verde o azul.
En los pies lo habitual eran las botas de cuero, algunas potentes y
pesadas, estilo Galivier (salvando las distancias). Mucha gente llevaba otras
llamadas “tipo Cleta”. Estas eran algo más ligeras que las anteriores, y aún
teniendo buena capa de piel, suela Vibram y cierto grado de canteo, ya eran
casi las precursoras de las botas de Trekking que llegarían casi una década más
tarde.
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Con mi hermano, primeras excursiones de chirucas |
El caso es que yo, que llevaba varias temporadas yendo de excursión, me
veía equipado más o menos en línea con la media, excepto en el calzado. Yo aún
llevaba chirucas, de las clásicas marrones de tela. Esto era también bastante
habitual, pero a mí me fastidiaba bastante, tanto por la imagen (algo más cutre),
como por lo rápido que llevabas los pies empapados en cuanto cruzabas un prado
húmedo, cuando había barro, ni qué decir cuando llovía…
Ya tenía echado el ojo a las botas que quería. Eran unas Cletas marca Bestard
que había visto en el escaparate de Deportes Covadonga. Ese escaparate, por
cierto, con los años me haría soñar despierto y dormido con sus mosquetones,
pies de gato, piolets… con sus pósters de Boreal con gente como John Bachard o
Catherine Destivelle…
Viendo los Reyes muy lejos, me planteé ahorrar las 5.000 pesetas que había
visto costaban. Durante meses estuve centrado en esta operación ahorro, y
cuando finalmente y tras penurias varias tuve reunida la cantidad, me fui muy
contento a la tienda, me las probé y solté mi dinero más contento que la leche.
Estas botas me acompañaron varias temporadas (se ve que las compré grandes
y que el pie ya crecía más despacio). Con ellas hice muchas excursiones, con
ellas pisé barro, nieve, hojas, piedras, prados… Fueron mi primer equipo
específico para montaña, y además el primer propósito de ahorro importante en
la vida.
La sensación de aplicar grasa de caballo, su olor, el ritual, siempre me
trasladará a tiempos lejanos ya. A lugares y a amigos. A inocencia y felicidad
por la vida futura por disfrutar.
Esto se me quedó escrito sin publicar hace unos años. En la actualidad mi hijo ya calza un 41 y la niña un 39. Ella ha seguido heredando zapatos del mayor hasta hace poco.... Y yo sigo reviviendo todas estas cosas cada vez que abro una lata de grasa de caballo... ahora ya incluidos los recuerdos asociados a mis niños cuando eran pequeños. Tempus fugit.