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martes, 18 de febrero de 2025

Grasa de caballo

Los pequeños zapatos de Javi de la talla 23 tienen algo de moho, después de dos temporadas en el trastero. Una vez se lo he quitado con un trapo, veo que están más o menos en buen estado: sin duda Jimena va a poder usarlos, como ya viene haciendo con otros pares. Como a todo hermano pequeño, a ella le toca heredar. Decido hidratar un poco la piel para disimular algunas zonas más erosionadas y darles mejor aspecto.



El tacto mismo de la lata de grasa de caballo ya me trae muy buenos recuerdos. Una vez abierta, su penetrante olor me traslada sin remedio, directamente, a tiempos de infancia, a preparativos de excursión, a autobús de grupo de montaña, a jornadas por el monte con sol, mojaduras, fríos, buzones de cumbre. A esas cosas que me hicieron aficionarme a la montaña de forma irremediable.
Mientras aplico una capa de grasa a los zapatos, pienso en las veces que he hecho esto con mis distintos pares de botas a lo largo de los años, y me traslado hasta las que fueron sin duda las más importantes: las primeras.

Cleta Bestard, como estas pero en gris


Por entonces yo no era muy ahorrador. Nada que ver con mi hermano. Si a eso le unimos que recibíamos una paga semanal muy ajustada, el resultado habitual es que nunca tenía pasta.
En las excursiones de los sábados con el grupo de montaña del colegio, como es natural yo me fijaba en el equipo de los demás. Por aquella época todo era muy “de andar por casa”. Entonces no existían las tiendas tipo Decatlón que acercan a la gente con más limitaciones (o poca gana de gastar) la posibilidad de material barato y hasta vistoso. No, que va. Por entonces había pocas tiendas de material deportivo, y este era más o menos un artículo de lujo. Mucho más si cabe en el caso del material de montaña. Apenas había nada. En realidad, ni siquiera se planteaba la necesidad específica (no siendo posible, no tiene sentido planteártelo). Lo que se llevaba habitualmente al monte era ropa desechada de la vida diaria, de ciudad, ya fueran pantalones vaqueros, o de chándal, camisas y jerseys viejos.
Atendiendo al estilo, eran tiempos en que aún se llevaban los pantalones de pana, de corte bávaro para los más preparados. Estos se combinaban muy habitualmente con una camisa tipo franela, de esas de cuadros, y con una camiseta debajo, esta de algodón por supuesto. Cuando refrescaba, sacábamos de la mochila un jersey de lana gruesa, que en mi caso me hacía mi Abuela: me hizo muchos a lo largo de los años, junto con calcetines que picaban, gorros y hasta pasamontañas, que también picaban. Los forros polares estaban aún en gestación. Si llovía o hacía viento, aparecían los clásicos canguros rojos o las capas de agua (el Gore Tex también estaba en fase I+D). Las mochilas eran características de la época y parecidas entre sí, con colores clásicos rojo, verde o azul.
En los pies lo habitual eran las botas de cuero, algunas potentes y pesadas, estilo Galivier (salvando las distancias). Mucha gente llevaba otras llamadas “tipo Cleta”. Estas eran algo más ligeras que las anteriores, y aún teniendo buena capa de piel, suela Vibram y cierto grado de canteo, ya eran casi las precursoras de las botas de Trekking que llegarían casi una década más tarde.

Con mi hermano, primeras excursiones de chirucas 

El caso es que yo, que llevaba varias temporadas yendo de excursión, me veía equipado más o menos en línea con la media, excepto en el calzado. Yo aún llevaba chirucas, de las clásicas marrones de tela. Esto era también bastante habitual, pero a mí me fastidiaba bastante, tanto por la imagen (algo más cutre), como por lo rápido que llevabas los pies empapados en cuanto cruzabas un prado húmedo, cuando había barro, ni qué decir cuando llovía…
Ya tenía echado el ojo a las botas que quería. Eran unas Cletas marca Bestard que había visto en el escaparate de Deportes Covadonga. Ese escaparate, por cierto, con los años me haría soñar despierto y dormido con sus mosquetones, pies de gato, piolets… con sus pósters de Boreal con gente como John Bachard o Catherine Destivelle…
Viendo los Reyes muy lejos, me planteé ahorrar las 5.000 pesetas que había visto costaban. Durante meses estuve centrado en esta operación ahorro, y cuando finalmente y tras penurias varias tuve reunida la cantidad, me fui muy contento a la tienda, me las probé y solté mi dinero más contento que la leche.


Estas botas me acompañaron varias temporadas (se ve que las compré grandes y que el pie ya crecía más despacio). Con ellas hice muchas excursiones, con ellas pisé barro, nieve, hojas, piedras, prados… Fueron mi primer equipo específico para montaña, y además el primer propósito de ahorro importante en la vida.


La sensación de aplicar grasa de caballo, su olor, el ritual, siempre me trasladará a tiempos lejanos ya. A lugares y a amigos. A inocencia y felicidad por la vida futura por disfrutar.



Esto se me quedó escrito sin publicar hace unos años. En la actualidad mi hijo ya calza un 41 y la niña un 39. Ella ha seguido heredando zapatos del mayor hasta hace poco.... Y yo sigo reviviendo todas estas cosas cada vez que abro una lata de grasa de caballo... ahora ya incluidos los recuerdos asociados a mis niños cuando eran pequeños. Tempus fugit.

4 comentarios:

  1. En mi época lo petaban las botas tipo militar y las chirucas....las Kamet 6º grado, Galivier y otras del estilo eran para los pros, o los que tenían padres con perres. Me hace gracia ver que tuviste unas cletas muy parecidas a las mías, aunque las mías no eran Bestard,..las compre también en Deportes Covadonga, cuando la tienda estaba en la esquina entre las calles san Bernardo y Covadonga,...

    Nando

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    1. Esos escaparates de San Bernardo... y los de Deportes As, qué pasada! Babeaba allí!

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  2. Muy pretoso leer el post.
    A.B.

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