Diciembre 2003
José Antonio Estévez, Estivi.
Intento al Whymper a la Verte (4.122 m), Chamonix
Su llamada de teléfono para felicitar las fiestas me trajo recuerdos de una década atrás.
Nunca sobró el tiempo, pero tampoco nunca faltó la ilusión. Un viaje de cinco días a los Alpes da prueba de ello.
Al salir por la mañana de la Gité, con los plumas
abrochados hasta las orejas, gorro y guantes puestos, nos sentamos en el coche
un rato con el motor en marcha. Mientras se calienta la mecánica y se derrite
la capa de hielo que acoraza todas las ventanas, la mirada no puede evitar
dirigirse a la pantallita que indica la temperatura: -17ºC. Pero a dónde vamos
con este frío… En realidad está asumido, y no nos coge de sorpresa, lo que pasa
es que no somos polacos, kazajos o rusos, sino de la cálida España, así que a
mí se me estira la piel de la cara hasta que parece que se me vaya a romper.
Además, confiamos en que parte de esta cifra se deba a la inversión térmica en
el valle.
He visitado los Alpes en casi todos los meses del año. Excepto noviembre, enero y febrero, en todos. En casi todos he podido escalar, obviamente más en los de verano. En esta ocasión, nos íbamos para allá en diciembre, cuando los días son los más cortos del año, y el frío muy intenso. El caso es que teníamos la opción de ir unos pocos días, y no la queríamos dejar pasar.
Para mí ir a los Alpes significa ir a subir montañas, a intentarlo al menos (esto no es así para todo el mundo, ni mucho menos). Ir en esta época del año supone asumir un riesgo mayor al habitual respecto a la posibilidad de volver de vacío, sin haber hecho nada. Aún estando en forma, haciendo bien las cosas, partiendo de una buena previsión meteorológica, las condiciones de la nieve puede que no permitan hacer nada.
He visitado los Alpes en casi todos los meses del año. Excepto noviembre, enero y febrero, en todos. En casi todos he podido escalar, obviamente más en los de verano. En esta ocasión, nos íbamos para allá en diciembre, cuando los días son los más cortos del año, y el frío muy intenso. El caso es que teníamos la opción de ir unos pocos días, y no la queríamos dejar pasar.
Para mí ir a los Alpes significa ir a subir montañas, a intentarlo al menos (esto no es así para todo el mundo, ni mucho menos). Ir en esta época del año supone asumir un riesgo mayor al habitual respecto a la posibilidad de volver de vacío, sin haber hecho nada. Aún estando en forma, haciendo bien las cosas, partiendo de una buena previsión meteorológica, las condiciones de la nieve puede que no permitan hacer nada.
El caso es que así nos fuimos para allá, repitiendo por
enésima vez los muchos kilómetros que separan nuestra casa de la capital del
Alpinismo europeo, Chamonix. Como siempre, con la ilusión en niveles máximos.
La temporada de esquí está aún empezando, y salvo algún
que otro inglés que ya está aquí para pasarse varios meses disfrutando las
pistas, apenas hay turistas. Tampoco vemos alpinistas. No nos preocupa, venimos
con la mente abierta, si no escalamos, caminaremos.
En cuanto dejamos atrás los edificios de la estación
superior de Montenvers y enfocamos el macizo, la soledad nos saluda. Es una
sensación especial, a la vez atrae y rechaza. Adentrarse en las montañas
nevadas, sin más compañía que la del colega, hacia una zona del macizo que no
conocemos, hace que te sientas pequeño.
La mochila pesa. Subimos a un refugio no guardado y en
condiciones invernales. Esto nos ha hecho juntar más cosas de las habituales.
Sí que pesa. El glaciar es bastante plano, pero los leves repechos nos hacen
resoplar. Aunque hace frío, está agradable para caminar. Y el sol, si bien apenas
calienta, se agradece.
No tenemos prisa. Lentamente, a paso de caracol, vamos
progresando hacia la curva de la Mer de Glace a la altura de Renquin, donde vamos a
abandonarlo dirección Sur, hacia Couvercle, nuestro refugio objetivo. Tenemos
claro que no hemos localizado el camino marcado (qué empanada, siempre igual…),
que supera tramos de escaleras en las paredes más bajas junto al glaciar. Ahora
tendremos que dar un rodeo importante, remontar zonas de morrena desagradables,
y luego navegar a nuestro criterio hasta localizar el enorme bloque de granito
que da resguardo al refugio.
Ya llevamos unas horas, y el cansancio se empieza
a notar. Me enfrento a un tramo de morrena cubierto de nieve, parece corto.
Como la cosa está tiesa, hemos sacado una cuerda, y aunque yo no creo que me
pueda asegurar a nada, al menos el segundo sí puede subir más tranquilo.
Resoplando por el esfuerzo y recordándome prestar atención a cada paso, voy
ganando metros hasta coronar. Un resbalón me llevaría hasta la base, cuarenta
metros más abajo, rebotando con los bloques. Este terreno de morrena es
desagradable y muy peligroso. Recupero la cuerda sobrante y aseguro a Estivi.
El resto del camino hasta el refugio se nos hace
ciertamente duro: ya lo vemos desde hace rato, pero parece alejarse conforme
nosotros avanzamos. Después de otra hora y media, finalmente llegamos. Yo estoy
reventado.
En el mítico refugio no hay nadie. La zona abierta para invierno es muy confortable, comedor, dormitorios, mantas, gas para cocinar, comida de reservas de emergencia… Un refugio como debe ser. La noche ha llegado y después de cenar y preparar las cosas para mañana nos vamos al saco, no sin antes echarnos unas mantas adicionales por encima.
En el mítico refugio no hay nadie. La zona abierta para invierno es muy confortable, comedor, dormitorios, mantas, gas para cocinar, comida de reservas de emergencia… Un refugio como debe ser. La noche ha llegado y después de cenar y preparar las cosas para mañana nos vamos al saco, no sin antes echarnos unas mantas adicionales por encima.
El despertador nos vuelve a sacar al mundo del frío. El
vapor de la respiración se convierte en una niebla permanente en el chorro de
luz de la frontal, que nos enturbia la visión mientras nos vestimos y calentamos
algo para desayunar. Ponerse el arnés y los crampones dentro del refugio es a
la vez muy cómodo y muy raro. Sin muchos miramientos pisamos los tablones del
suelo con los pinchos puestos mientras recogemos cosas aquí y allá. Las marcas delatan
que no somos los primeros ni mucho menos. De momento no nos vamos a encordar,
pero estamos preparados para hacerlo en cuanto sea necesario.
Salimos al exterior: el frío de la noche estrellada, el
crujir de la nieve bajo los pies, la inquietud en el estómago y la ilusión
se combinan en un cóctel de sensaciones. Imagino que son
parte de la respuesta a la reiterada pregunta de por qué vamos a las montañas.
Nuestro objetivo es la Aiguille Verte por el corredor Whymper.
La Verte es una cumbre majestuosa, de 4.122 metros, que se proyecta aislada
entre los valles glaciares de la Mer de Glace y de Argentiere. Es la última
cumbre de la cuerda que viene desde el Mont Dolent, el Triolet, las Courtes y
las Droites, asomada ya sobre el valle y colgada encima del afilado Dru.
Aunque la cumbre es espectacular, nuestro corredor es un
objetivo muy modesto. No es que nosotros seamos modestos, sino que estas montañas son enormes, y uno se va encogiendo frente a su dimensión,
acomodando los objetivos. El propio nombre del corredor, la vía elegida, ya
denota nuestra modestia (véase acongoje). Ese apellido, Whymper, suena a
pionero, a alpinismo romántico, a piolet de metro y medio, alpenstock, botas de
clavos, sombrero de ala. Su primera ascensión, a cargo del propio Edward
Whymper y otros dos personajes, tuvo lugar en junio de 1865.
Aquí estamos nosotros, siglo y medio después, e
impresionados. Menudos pringaos.
El corredor tiene unos seiscientos metros, de inclinación
suave, que la gente baja esquiando alegremente todos los años. En realidad, si
consigues cruzar la rimaya, no presenta problemas: lo normal es que en poco
tiempo alcances la arista y de allí a la cumbre.
Faltan varias horas para que amanezca y el recorrido se
nos hace laborioso. El glaciar se eleva y se fractura de forma caótica. Encordados
a unos ocho metros, remontamos lomas, rodeamos grietas, nos paramos a
interpretar el mejor camino a seguir. Las frontales sólo ayudan en la distancia
corta, las estrellas apretadas y la claridad que se empieza a intuir nos ayudan
en el resto.
La luz aumenta, el amanecer va llegando y se empieza a
sentir ese típico viento frío que lo acompaña. Llevamos varias horas, más de
las que esperábamos, y aún nos queda lejos la entrada al corredor.
Luz de amanecer en el glaciar, detrás la Aiguille du Moine y el Mont Blanc |
El pateo de ayer se nota en las piernas, vamos cansados. Disfrutamos
el paisaje espectacular que nos rodea, los cambios de colores en las palas de
nieve, los perfiles de las agujas, la omnipresente mole del Mont Blanc… El aire
frío ya empieza a ser más fino, estaremos algo por encima de los tres mil trescientos metros.
Ya estamos cerca de la entrada al corredor, nos falta
remontar unos metros de glaciar para llegar a la rimaya, pero lo que vemos
desde aquí no nos gusta mucho: parece que está muy abierta. Los metros finales
y una breve exploración nos hacen convencernos de que no vamos a poder pasar:
hay un buen corte, y la nieve de enfrente tiene aspecto poco consistente. Lo
miramos bien pero no vemos por dónde intentarlo siquiera.
Vaya chasco. Por un lado es una decepción: la Verte es una cumbre deseada por mí casi desde la primera visita al macizo. Sentarte a primera hora de la mañana, con todo el día por delante, con un cielo azul espectacular, sabiendo que no hay nada que hacer, no nos sienta bien. Por otro lado, nos relajamos: la tensión de la escalada por delante, de las dificultades a afrontar, los horarios a cumplir, la incertidumbre de la bajada… todo queda apartado. Nos sentamos a descansar.
Contemplamos el paisaje imponente. La mañana avanza y los perfiles se contrastan: la luz invernal aporta esa nitidez extra. El azul del cielo parece más profundo, más oscuro de lo habitual. Mientras comemos un bocado, comentamos la jugada. Incluso no pudiendo hacer una cumbre, el hecho de estar aquí sentados ya merece la pena. Los glaciares, las agujas, la perspectiva lejana de los valles. Además estamos solos: no hay señales de vida alrededor…
Al fondo, preside el paisaje la cumbre redondeada del
Mont Blanc. Recordamos cuando estuvimos juntos allí varios años antes. En
aquella ocasión subimos rápido desde Gouter, desencordados, adelantando a
muchísima gente en la arista. Fue una buena ascensión, intentando aprovechar
las pocas horas de buen tiempo antes de la llegada de un frente. Íbamos con la intención de bajar por los Cuatromiles, pero el aspecto del cielo en la cumbre nos hizo regresar por donde habíamos subido. La bajada hasta les Houches fue una paliza importante.
En aquella ocasión, habíamos llegado a Chamonix sólo un día antes, con el objetivo de escalar en roca. Nada más llegar fuimos directos a ver la previsión en la Casa de la Montaña: marrón inmimente. Hicimos cumbre y al día siguiente nos fuimos para Pirineos, donde sí pudimos escalar por varios sitios y subir al Aneto, que yo no conocía. Fue una visita relámpago. Aquella vez tuvimos suerte, hoy quizá estemos compensando la balanza…
La rimaya, demasiado para nosotros |
Vaya chasco. Por un lado es una decepción: la Verte es una cumbre deseada por mí casi desde la primera visita al macizo. Sentarte a primera hora de la mañana, con todo el día por delante, con un cielo azul espectacular, sabiendo que no hay nada que hacer, no nos sienta bien. Por otro lado, nos relajamos: la tensión de la escalada por delante, de las dificultades a afrontar, los horarios a cumplir, la incertidumbre de la bajada… todo queda apartado. Nos sentamos a descansar.
Todo el día por delante. Nada que hacer. Simplemente estar allí |
Contemplamos el paisaje imponente. La mañana avanza y los perfiles se contrastan: la luz invernal aporta esa nitidez extra. El azul del cielo parece más profundo, más oscuro de lo habitual. Mientras comemos un bocado, comentamos la jugada. Incluso no pudiendo hacer una cumbre, el hecho de estar aquí sentados ya merece la pena. Los glaciares, las agujas, la perspectiva lejana de los valles. Además estamos solos: no hay señales de vida alrededor…
Bajo la rimaya. Estivi, con la sonrisa siempre presente |
En aquella ocasión, habíamos llegado a Chamonix sólo un día antes, con el objetivo de escalar en roca. Nada más llegar fuimos directos a ver la previsión en la Casa de la Montaña: marrón inmimente. Hicimos cumbre y al día siguiente nos fuimos para Pirineos, donde sí pudimos escalar por varios sitios y subir al Aneto, que yo no conocía. Fue una visita relámpago. Aquella vez tuvimos suerte, hoy quizá estemos compensando la balanza…
Recorremos con la mirada la leve línea de huellas que
hemos dejado hasta aquí, serpenteante, sobre el blanco paisaje ondulado,
fracturado. Nos regodeamos en la dimensión.
La bajada de vuelta al refugio también resultó laboriosa. La nieve ahora no está tan crujiente como al subir, aunque se camina muy bien. Volvemos sobre nuestros pasos, repitiendo los giros, los rodeos de grietas. Ahora vemos su verdadero tamaño: algunas de ellas son inmensas bocas, de profundidad insondable, que nos enseñan las entrañas del glaciar.
A media tarde nos entretenemos alrededor del refugio, mordisqueando galletas y trozos de salchichón, primero en forro, luego con los plumíferos cerrados a tope. Aprovechamos los rayos de sol. Sacamos fotos al paisaje y a nosotros mismos: en una de ellas, Estivi me retrata junto a la puerta del refugio, con la mítica norte de las Grandes Jorasses de fondo. Esta foto (que no encuentro por más que busco entre las cajas de diapos...) es evidente cuando estás allí: es réplica mítica de una de Rebuffat. Imagino que igual que yo, se la habrán sacado cientos de personas. Estamos en los Alpes, en el macizo del Mont Blanc, cuna del alpinismo.
Al día siguiente recogemos las cosas con pereza. No nos apetece irnos, pero nuestra visita es corta, teníamos un único cartucho para ayer, y hoy tenemos que bajar. Sin prisa recorremos de vuelta el camino hacia Montenvers. Como siempre, intento grabar en la memoria los paisajes, las sensaciones. En parte lo he conseguido: aún tengo frescos algunos fotogramas, pero las diapositivas me ayudan.
Con la perspectiva de los años, me doy cuenta de que quizá hubiera sido mejor opción entrar por el norte desde Grand Montets, al corredor Cordier o al Couturier. La logística es mucho más sencilla. Pero si el Whymper nos daba respeto, los corredores de la Norte ya era miedo directamente...La bajada de vuelta al refugio también resultó laboriosa. La nieve ahora no está tan crujiente como al subir, aunque se camina muy bien. Volvemos sobre nuestros pasos, repitiendo los giros, los rodeos de grietas. Ahora vemos su verdadero tamaño: algunas de ellas son inmensas bocas, de profundidad insondable, que nos enseñan las entrañas del glaciar.
A media tarde nos entretenemos alrededor del refugio, mordisqueando galletas y trozos de salchichón, primero en forro, luego con los plumíferos cerrados a tope. Aprovechamos los rayos de sol. Sacamos fotos al paisaje y a nosotros mismos: en una de ellas, Estivi me retrata junto a la puerta del refugio, con la mítica norte de las Grandes Jorasses de fondo. Esta foto (que no encuentro por más que busco entre las cajas de diapos...) es evidente cuando estás allí: es réplica mítica de una de Rebuffat. Imagino que igual que yo, se la habrán sacado cientos de personas. Estamos en los Alpes, en el macizo del Mont Blanc, cuna del alpinismo.
La intimidante Norte de las Grandes Jorasses |
Dent du Geant, Rochefort, Grandes Jorasses: ¡qué encadenamiento! |
Al día siguiente recogemos las cosas con pereza. No nos apetece irnos, pero nuestra visita es corta, teníamos un único cartucho para ayer, y hoy tenemos que bajar. Sin prisa recorremos de vuelta el camino hacia Montenvers. Como siempre, intento grabar en la memoria los paisajes, las sensaciones. En parte lo he conseguido: aún tengo frescos algunos fotogramas, pero las diapositivas me ayudan.
Al final, no hemos escalado nada, no hemos subido a ninguna cumbre. Hemos hecho un viaje a ninguna parte… y a todas. Las experiencias y los momentos en el monte van dejando poso, van calando dentro de nosotros. Cada pisada de crampón, cada decisión a la luz de la frontal, las cuestas compartidas, el té con sabor a la sopa de la noche anterior, todo cuenta.
Hay que aprender que algunas veces no depende directamente de uno el poder o no poder hacer algo.. Ya sea en la montaña o en la vida en general. Cuanto más claro lo tengas, mejor. Eso sí, la paliza de coche de vuelta se hace mucho más pesada cuando vuelves en blanco…
Diciembre... mes duro y a veces con nieve excesiva o blanda.
ResponderEliminar2003... ya ha llovido, pero está claro que cuando uno se adentra por los Alpes en las estaciones gélidas... ya no escapa de la magia.
¡Ah!... claro... y el viejo Couvercle... siempre recibe con ése calor romántico... magnífico.
Nada de esto se olvida y nos obliga a repetir... cuando es posible.
Un abrazo, Diego.
Buf Carlos, en estos meses, entre las pocas horas de luz, el frío intenso y la soledad, parece que las mismas montañas de otras épocas crecen!
EliminarUn abrazo y Feliz Año!
EN CHAMONIX SIN INFO COMO LA DE AHORA, CONTACTOS QUE UNO VA TENIENDO....SE PRINGA MAS QUE SE HACE. VAMOS YO LAS CUENTO A PARES LAS PRINGADAS ALLI COMETIDAS ......PERO APRENDI LA OSTIA DE ELLAS.... O AL MENOS LO INTENTO JEJEJEJE. FELICES FIESTES
ResponderEliminarEdu, cuánta razón tienes. De aquella nosotros íbamos por allí como Paco Martínez Soria... (bueno, ahora parecido!). Yo tengo algunas pringadas buenas también a parte de esta y como tú, espero estar aprendiendo algo!
EliminarFelices Fiestas igual para Huesca!