Cuando llegamos a la zona de
acampada pirata de Monte Cucco, aún sin haber estado, me vino directamente a la
cabeza el Campo 4 de Yosemite: las tiendas de colores diseminadas entre los
árboles, los tenderetes de ropa al sol, los melenudos con aspecto hippie, las
cuerdas y el material desparramado delante de los campamentos, la música
variada, las botellas de cerveza y el olor a chocolate o a maría… Luego, cuando
pasando por delante de la zona de duchas, una plataforma de madera abierta, vi
una tía duchándose en pelotas a la vista de todos, me quedó claro que el sitio
era especial.
Ese día, con las manos aún blancas de magnesio (no sé por qué no nos duchamos…), cenamos una pizza en el chiringuito de madera de enfrente.
Ese día, con las manos aún blancas de magnesio (no sé por qué no nos duchamos…), cenamos una pizza en el chiringuito de madera de enfrente.
Había salido esa mañana temprano de
Manchester, después de pasar una “cómoda” noche tirado en los bancos del
aeropuerto: los diseñadores de ese mobiliario o bien odian a los colgaos o bien
tienen instrucciones contra ellos. Después había hecho escala en Amsterdam: con
la mochila facturada iba de ligero, podía moverme por la terminal como si fuera
un experto viajero. Sentado en un banco leyendo, viendo al enjambre de gente
ajetreada, joven, autónomo, viajando, con todo por delante, me sentía un poco
como el Holden Caulfield de Sallinger, descubriendo la vida: menudo flipao.
Viniendo del invierno de
Inglaterra, con poca luz durante meses, y habiendo hecho escala en Amsterdam,
donde la nube a ras de suelo daba una sensación de opresión total, la luz
mediterránea me sorprendió nada más salir del aeropuerto. Además de la luz, había
un importante salto térmico: debía de haber algo más de veinte grados que, corriendo
por el andén de la estación con la mochila de 80 litros me hacía sudar de lo
lindo. Si le sumamos la cara de despiste que debía llevar, provocaba a menudo
la sonrisa de los que me cruzaba.
De repente me parecía que estaba
dentro de una película de Mastroiani: Italia tiene su ritmo propio, y eso que
estoy en el Norte… La estación central de Milán era, como todas las estaciones,
un sitio “delicado”: por allí había una fauna interesante, atenta al despiste
de cualquiera para sacar algún beneficio poco lícito. Claro que yo no debía de
parecerles una presa interesante de ninguna forma.
Había quedado con mi amigo Peter en
Finale Ligure, un pueblo en la orilla del mar Mediterráneo, cerca de Génova. En
aquellos tiempos aún no teníamos móviles, ni whatsapp, ni gepeses. En realidad
poco faltaba ya: era el final de una época. Pero aún no había. Así que yo
trotaba por la estación para llegar a coger el último tren del día a Génova,
donde tenía que cambiar a otro de cercanías que me dejara en destino. Ya había
perdido un enlace y no sabía qué iba a hacer si finalmente no llegaba.
Míticos Kendo! |
Peter y yo nos habíamos conocido
unos años antes en Gredos, en una concentración de escaladores de toda España y
algunos de fuera, entre ellos tres austriacos: Peter era uno de ellos. Iñaki y
yo fuimos seleccionados por nuestra Federación autonómica para asistir. Lo
pasamos fenomenal. Claro que nosotros habíamos presentado los curriculums para
optar a otra concentración de escalada que se iba a celebrar en Dolomitas. No
fuimos los elegidos. Al año siguiente también fuimos a otra concentración, en
este caso fue en casa, en Urriellu. También vino Peter y también lo pasamos fenomenal.
Pero también nos habíamos presentado para intentar optar a la versión
internacional de la concentración, que en esta ocasión era en Crimea.
Peter apretando en desplome |
Muros de huecos |
El caso es que Peter y yo hicimos
buenas migas y después seguimos en contacto por correo electrónico. Ese año yo
estaba estudiando en Inglaterra y decidimos quedar para escalar juntos unos
días en Italia: primero barajamos Arco, también el Vall Di Mello, para
finalmente elegir Finale Ligure.
Finale es una zona mítica de
escalada deportiva, situada en la costa mediterránea, presenta un montón de
sectores dispersos por las colinas cubiertas de encinas y bosque bajo. Con esta
ubicación y buen clima era una opción estupenda.
Para cuando llegué a la estación de
tren del pueblo aquella tarde, con horas de retraso respecto a lo planeado, no vi
a nadie esperándome. Mochila a la chepa empecé a caminar en busca del camping
municipal, no sin algo de incertidumbre. Afortunadamente, ya antes de llegar a
la puerta, vi a mi amigo Peter.
Pasamos los siguientes días en una
peregrinación entre sectores, moviendo las tiendas cada día de un sitio a otro,
acampando en mitad del monte, en los claros de bosque. A veces nos perdíamos en
los trayectos, y acabábamos en mitad del sotobosque, sudando como perros, enganchados
en los espinos, maldiciendo y riendo. Escalamos un montón de vías, grado medio
casi siempre, para poder conservar yemas (y porque no escalábamos mucho más).
Disfrutamos de sectores variados, de sol y de sombra, desplome y placas, de uno
y de varios largos.
Mi amigo Peter |
Recuerdo estar haciendo una vía de
7a que iba paralela a otra más dura, en la que aparece escalando Gullich en su
biografía. Como ya me había pasado antes en Verdon, recuerdo pensar que él y
otros lolos habrían calentado en la vía que yo estaba haciendo.
Bañarse en la playa después de un
día entero escalando y sudando bajo la mochila también era una experiencia
buena.
Los días pasaron rápido. Mis amigos
austriacos tenían que volver a casa dos días antes que yo, así que me fui a
Milán y estuve por allí de turismo de solanas. Guapa ciudad. Después, me cogí
el avión y volví, como dirían los ingleses “overseas”, de vuelta a la pérfida Albión.
Cuando unos días después de llegar a Sheffield fui a recoger las diapositivas del viaje recién reveladas (un carrete porque la economía estaba muy achuchada), me encontré con la desagradable sorpresa de 36 diapos negras. Había colocado mal el carrete por lo que no había corrido. Ahora había pagado una buena pasta por nada, y encima no tenía ni un recuerdo. Menos mal que Peter me envió una copia de las suyas!
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