LA MONTAÑA COMO PASIÓN, COMO ESCENARIO INFINITO SOBRE EL QUE DISFRUTAR INTENSAMENTE DE LA VIDA,
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viernes, 23 de abril de 2010

El Cervino: iniciación alpinista – Agosto 1994

Jorge Alonso, Juaco Piñera
Agosto 1994

“¡Diego! ¡Diego!” “Estoy bien, Juaco, es que alguien se ha caído delante de mí” Las voces me llegan de apenas unos metros de distancia. Los gritos de dolor salen de un catalán que acaba de resbalar en un paso, se ha caído un par de metros a una terraza con tal mala suerte que su pierna derecha se ha roto y dibuja una horrible S bajo el caos de luces de frontal de los que nos arremolinamos a su alrededor. Está con dos compañeros, es muy temprano, apenas las cinco y le quedan varias horas hasta que amanezca y entre el helicóptero a recogerlo: se ha terminado la aventura para los tres…

Esa forma de pirámide, con la curvatura de las aristas que hacen recordar a un colmillo, es la montaña soñada, la que dibuja un niño, la del ideal del montañero, la del Toblerone. El Cervino, el Matterhorn, se levanta entre Italia y Suiza como un imán para todos los que pasan a sus pies; si eres montañero, la atracción es totalmente irresistible.



Nunca había estado por encima de tres mil metros. Llevaba haciendo montaña desde siempre, pero en cotas modestas. El paso a una montaña de los Alpes, con casi cuatro mil quinientos metros, que además no se culminan con un paciente caminar, sino que requieren trepadas tanto en roca como en hielo, parecía cuando menos ambicioso. Pero por alguna hay que empezar, ¿y por qué no por una bien bonita?

La furgoneta no da para mucho, la cosa no pasa de unos cien por hora en el mejor de los casos, y eso con un ruido y vibración considerable. Así que la idea de ir por nacionales, evitando el gasto extra de los peajes no parecía mala opción, más aún pensando en mi limitada economía. El caso es que el cruzar los Monegros después de muchas horas de viaje, bajo un sol abrasador, y con la perspectiva de unas cuantas más hasta alcanzar Andorra, se estaba haciendo duro. ¿Andorra? ¿Para ir a Zermatt? Pues sí, nuestra primera parada era Andorra. Ahí veo por primera vez de cerca los Pirineos. Se ven grandes. Cómo serán entonces los Alpes…

Por la mañana, en la frontera con Francia nos paran los gendarmes (entonces todavía había fronteras serias); nos miran la pinta, nos piden los papeles…Estos tres, qué combinación más rara; Jorge en sus cuarenta, Juaco con esa tez morena marroquí, y yo un jovenzuelo, en una fregoneta vieja y cargados hasta arriba de cosas: todos fuera. Nos desmontaron todas las mochilas, un despliegue tremendo. Miraron hasta en los neceseres, entiendo que en busca de una china de costo que no aparecía… “Pues nada, pueden seguir” nos dice el gendarme decepcionado.
Foix, carreteras nacionales francesas, con los árboles en el centro, rotonda, rotonda, rotonda, jardineras de flores de colores. Los pueblos tienen mucho encanto. Paradas a la sombra, ensaladera, tomates, bonito, espárragos, vamos de lujo.
Los kilómetros van cayendo y después de alcanzar el Mediterráneo cogemos dirección norte. Las montañas van creciendo, se empieza a ver nieve, los Alpes nos saludan: los Ecrins, el Mont Blanc. Estamos por fin en Chamonix. Nos instalamos para pasar una nueva noche pirata en la capital del alpinismo.

El puerto al Col de Montets hace echar un humo negro a la Vanette que provoca pitidos de los educados y pulcros conductores suizos, mientras no nos multen… Finalmente llegamos a Visp, aquí debemos coger un tren que se adentrará en el valle que lleva a Zermatt. Todo es precioso, está impecable, las casitas de madera, los pequeños pueblos, los helicópteros recogiendo las alpacas de hierba segada de los prados inclinados… Zermatt es un pueblo de cuento, muy guapo, pero yo apenas lo veo. Mis ojos sobrevuelan los tejados, no bajan de las cumbres que nos saludan soleadas: el Cervino, el Monte Rosa, el Weisshorn presiden el paisaje.

Cogemos el último teleférico que nos deja listos para comenzar a caminar. Después de unas dos horas de ascensión, a un ritmo igual al que llevaría en Picos, llego al refugio Hornli. Al poco rato llega Juaco, y un poco más tarde Jorge. Estamos a unos tres mil metros y yo me encuentro bien, pero Juaco tiene algo de dolor de cabeza. Pasamos la tarde bebiendo y descansando, pensando en lo que nos espera mañana. El Cervino se envuelve de nubes que desaparecen a ratos: esperamos tener buen tiempo, no llevamos previsiones, pero tampoco tenemos margen de días para esperar a que mejore en caso que se tuerza, hemos echado los dados y es nuestra única oportunidad.

La tarde avanza y el resto de gente del refugio va desapareciendo hacia los dormitorios. Casi somos los últimos en la terraza con nuestro hornillo haciendo los espaguetis. Pronto nos vamos a dormir, o a intentarlo. Apenas lo he conseguido cuando empieza el trasiego de gente levantándose, cuchicheando, cogiendo cosas… “pero si son las dos, están locos estos romanos”. Para cuando nos levantamos somos de nuevo los últimos: alcanzamos a duras penas a la guardesa para que nos dé los desayunos, ya había recogido y se iba a acostar. Fuera es noche cerrada.

Hacia las cuatro finalmente salimos al exterior, para ver sobre la inmensidad de la montaña una multitud de lucecitas progresando sobre la parte baja, aunque algunas sorprendentemente altas.
A tientas vamos acercándonos hacia donde empieza la ascensión. Cuerdas fijas en pasajes, trepadas entre bloques, aristas intuidas. Todo se desarrolla bajo el halo de luz de la frontal, no hace frío, voy concentrado en buscar el mejor paso en cada momento. Adelantamos gente que va más lenta: “¿ves Juaco como no hacía falta madrugar tanto?”

Con la luz del amanecer empezamos a darnos cuenta de lo realmente grande que es la montaña, llevamos unas cuantas horas y aún nos queda por encima más de lo que hemos recorrido. Lo cierto es que a plena luz avanzamos mucho más rápido, adelantamos gente con pintas tan raras como la que tendrá nuestra cordada; yo voy en cabeza y detrás amarrados a la misma cuerda en “v” vienen Juaco y Jorge, unos con ropa moderna, otros con camisa de franela y bávaros…


El Solvai empieza a intuirse, es una pequeña caseta, un refugio vivac que ha salvado la vida a muchos a los que la tormenta cogió en mitad de esta arista. Para llegar a su altura hay que superar un tramo más aéreo, la roca se hace más vertical, pero gracias a las gruesas cuerdas fijas ancladas a “rabos de cerdo”, se puede superar ágilmente. Llevamos un buen rato en que los helicópteros no paran de entrar y salir de la arista por encima de nosotros, con gente colgando como fardos del cable… Más tarde nos daremos cuenta que muchos de los rescatados son japoneses que simplemente se han cansado de escalar, y llaman al helicóptero. Seguro que los suizos están haciendo caja con esto: años más tarde se darán cuenta del error y prohibirán acceder a la montaña sin contratar un guía, lo cual también es inadecuado.

Por fin alcanzamos el refugio vivac, estamos a cuatro mil metros y sigue haciendo buen tiempo, no hace frío, vamos sin guantes. Continuamos la ascensión adelantando cordadas sin parar. Vamos encordados en estos últimos tramos de roca aérea, pronto alcanzamos la nieve, nos calzamos los crampones y yo escapo hacia la cumbre que se intuye cerca. Llego solo, bueno, solo pero rodeado de gente de múltiples nacionalidades. El cielo está azul, pero en la cumbre estamos rodeados por una neblina. Pronto aparece Juaco y con él Jorge. Lo hemos hecho, estamos en la cumbre del Cervino, a 4478 metros y felices.


Las fotos de rigor de la cumbre, algo rápido de comer e iniciamos el descenso, dejando sitio para la gente que sigue llegando. La arista ha sido larga para subir y bajar siempre cansa menos, pero con tanta gente se augura laboriosa. Destrepamos la zona blanca y pronto nos vemos de nuevo en las cuerdas fijas. Dejo a Juaco con Jorge montando rápeles y me tiro abajo pasando un Prusik por las maromas. De este modo bajo destrepando a gran velocidad. La gente observa mi método con escepticismo, pero el caso es que yo voy adelantando cordadas sin parar. Se terminan las maromas y yo sigo destrepando por esta escombrera inmensa, perdiendo altura y por tanto ganando seguridad. Alcanzo el refugio del que salimos la pasada madrugada a media tarde. Mis amigos están perdidos en el lío de gente que destrepa laboriosamente. Al cabo de unas horas finalmente aparecen: Jorge está muy cansado y ha ralentizado el progreso de Juaco, que me mira como diciendo, menuda papeleta me dejaste, amigo. Claro que yo tiré delante toda la subida…
Cansados, pero muy felices, cenamos. Por la mañana bajamos hacia Zermatt volviéndonos incrédulos de rato en rato a contemplar la preciosa montaña que subimos ayer.

Hemos amortizado los muchos kilómetros de viaje, hemos tenido mucha suerte con la meteorología, pero también hemos hecho una ascensión rápida y segura. Una vez en Zermatt nos sentamos en una terraza al sol, y Jorge agradecido, nos invita a una estupenda jarra de cerveza. Un paseo por el pueblo, un vistazo al cementerio donde están enterrados alpinistas ilustres, y nos dirigimos a la estación para tomar el tren que nos devolverá al valle.
La furgoneta sigue en su sitio a pesar de que no pagamos el aparcamiento por todos los días necesarios. Nos esperan casi dos mil kilómetros de nacionales hasta volver a casa. Pasaremos de nuevo por Chamonix, que me atrapa para siempre con sus vistas a las agujas de granito rojizo, con el Dru y con el Mont Blanc que lo preside majestuoso. Más kilómetros y llegamos al Verdon, donde visitamos esta Meca de la escalada en roca de los 80: “aquí hay que venir a escalar”, me digo. Años más tarde lo visitaré con Rafa en otro viaje épico y digno de relatar, en un Ford Fiesta de 18 años y de nuevo, todo por nacionales… la economía impone su ley.

Al cabo de diez días estamos de vuelta en Gijón. Los Alpes han lanzado su anzuelo y yo he picado. No me dejarán escapar.

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